martes, 31 de enero de 2012

Evangelio 31 de Enero de 2012


  • Primera Lectura: II Samuel 18, 9-10.14b.24-25a.30; 19, 1-4
    "Hijo mío, Absalón, ojalá hubiera muerto yo en tu lugar"
    En aquellos días, Absalón se enfrentó frente a frente con los hombres de David; iba montado en una mula y, al meterse la mula bajo las ramas de una frondosa encina, la cabeza de Absalón se atoró en las ramas de la encina y quedó colgado en el aire, mientras la mula que montaba siguió corriendo. Lo vio uno y le fue a avisar a Joab: 
    «Acabo de ver a Absalón colgando de una encina». 
    Joab tomó tres flechas y se las clavó en el corazón a Absalón. 
    David estaba en Jerusalén sentado entre las dos puertas de entrada. El centinela, instalado en el mirador que está encima de la puerta de la muralla, levantó la vista y vio que un hombre venía corriendo solo. Le gritó al rey para avisarle. El rey le contestó: 
    «Si viene solo, es que trae buenas noticias. Retírate y quédate aquí». 
    El se retiró a un lado y se quedó allí. El hombre que venía corriendo, que era un etíope, llegó a donde estaba David y dijo: 
    «Traigo buenas noticias a mi señor, el rey. Dios te ha hecho justicia librándote de todos los que se habían rebelado contra ti». 
    El rey le preguntó: 
    «¿Está bien mi hijo Absalón?» 
    Respondió el etíope: 
    «Que acaben como él los enemigos del rey, y todos los que se rebelen contra ti».
    El rey se estremeció y, subiendo al mirador que está encima de la puerta de la ciudad, rompió a llorar, diciendo: 
    «¡Hijo mío, Absalón; hijo, hijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío!»
    Informaron a Joab que el rey estaba inconsolable por la muerte de Absalón. Y aquel día la victoria se convirtió en duelo para todo el ejército, cuando se enteraron de que el rey estaba inconsolable por su hijo. Por ello las tropas entraron a la ciudad furtivamente, como entra avergonzado un ejército que ha huido de la batalla.
  • Salmo Responsorial: 85
    "Protégeme, Señor, porque te amo."
    Hazme caso, Señor, escúchame, que soy humilde y necesitado; protege mi vida, pues soy un fiel tuyo; tú eres mi Dios, salva a tu siervo que confía en ti.
    Protégeme, Señor, porque te amo.

    Ten piedad de mí, Señor, pues te invoco todo el día; colma de alegría a tu siervo, pues en ti, Señor, me refugio.
    Protégeme, Señor, porque te amo.

    Tú eres, Señor, bueno e indulgente, lleno de amor con todos los que te invocan. Escucha mi oración, Señor, atiende mi súplica.
    Protégeme, Señor, porque te amo.
  • Evangelio: Marcos 5, 21-43
    "¡Oyeme, niña; levántate!"
    Al regresar Jesús a la otra orilla, se le aglomeró mucha gente mientras él permanecía junto al lago. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies, y le suplicaba con insistencia, diciendo:
    «Mi niña está agonizando; ven a poner las manos sobre ella para que sane y viva».
    Jesús se fue con él. Mucha gente lo seguía y lo apretujaba. Una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con los médicos, que había gastado todo lo que tenía sin provecho alguno y más bien había empeorado, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues se decía: “Si logro tocar aunque sea su manto, quedaré sana”. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y sintió que había quedado sana. Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta en medio de la gente y preguntó:
    «¿Quién ha tocado mi ropa?»
    Sus discípulos le contestaron:
    «Ves que la gente te está apretujando ¿y preguntas quién te ha tocado?»
    Pero él miraba alrededor a ver si descubría a la que lo había hecho. La mujer, entonces, asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le contó la verdad.
    Jesús le dijo:
    «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz; estás liberada de tu mal».
    Todavía estaba hablando cuando llegaron unos de la casa del jefe de la sinagoga diciendo:
    «Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro».
    Pero Jesús, que oyó la noticia, dijo al jefe de la sinagoga:
    «No temas; basta con que sigas creyendo».
    Y sólo permitió que lo acompañaran Pedro, Santiago, y Juan, el hermano de Santiago.
    Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y, al ver el tumulto, unos que lloraban y otros que daban grandes gritos, entró y les dijo:
    «¿Por qué este tumulto y estos llantos? La niña no ha muerto; está dormida».
    Pero ellos se burlaban de él. 
    Entonces Jesús echó fuera a todos, tomó consigo al padre de la niña, a la madre y a los que lo acompañaban, y entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y de dijo:
    «Talitha Kum» (que significa: Niña, a ti te hablo, levántate).
    La niña se levantó al instante y se puso a caminar, pues tenía doce años.
    Ellos se quedaron totalmente admirados. Y él les mandó con insistencia que nadie se enterara de lo sucedido, y les indicó que dieran de comer a la niña.

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