Mi amigo Pepe Cóleras es un antimilitarista furibundo. Vive, desde hace algunos años, obsesionado por el tema de la guerra. Se sabe de memoria el número de cabezas atómicas que tiene cada uno de los posibles contendientes, la instalación de los misiles, la capacidad de sus portaaviones y bombarderos, la cifra de posibles megatones que podrían hacer estallar.
Pero Pepe no se contenta con conocer las cosas: las pone en acción. No hay manifestación antibelicista o ecologista en la que no tome parte. Es experto en pancartas, en slogans, en canciones pacifistas. No fue objetor de conciencia porque descubrió el antimilitarismo cuando ya quedaba lejos el servicio militar, aunque aún sueña a veces con los años de cárcel que hubiera podido pasar en caso de haber sido tan gloriosamente objetor.
Para compensar este retraso, Pepe Cóleras se ha encadenado ya cuatro veces a la puerta de otros tantos cuarteles y ha participado ya en varias marchas contra centrales nucleares, y nada menos que en cuarenta y dos -contadas las lleva- manifestaciones contra la OTAN. Aún enseña con orgullo la cicatriz («la condecoración», según él) que una pelota de goma le dejó en el pómulo y la oreja derechos.
Lo extraño es que todo este pacifismo se le olvida a Pepe en su vida cotidiana, que parece más inscrita bajo el signo de su apellido que de sus planteamientos antibélicos. Porque Pepe es discutidor y encizañador en la oficina, intolerante con su mujer, duro con sus hijos, despectivo hacia su suegra, áspero con su portero y sus vecinos. Y toda la paz que sueña para el mundo se olvida de cultivarla en su casa.
Pero Pepe no se contenta con conocer las cosas: las pone en acción. No hay manifestación antibelicista o ecologista en la que no tome parte. Es experto en pancartas, en slogans, en canciones pacifistas. No fue objetor de conciencia porque descubrió el antimilitarismo cuando ya quedaba lejos el servicio militar, aunque aún sueña a veces con los años de cárcel que hubiera podido pasar en caso de haber sido tan gloriosamente objetor.
Para compensar este retraso, Pepe Cóleras se ha encadenado ya cuatro veces a la puerta de otros tantos cuarteles y ha participado ya en varias marchas contra centrales nucleares, y nada menos que en cuarenta y dos -contadas las lleva- manifestaciones contra la OTAN. Aún enseña con orgullo la cicatriz («la condecoración», según él) que una pelota de goma le dejó en el pómulo y la oreja derechos.
Lo extraño es que todo este pacifismo se le olvida a Pepe en su vida cotidiana, que parece más inscrita bajo el signo de su apellido que de sus planteamientos antibélicos. Porque Pepe es discutidor y encizañador en la oficina, intolerante con su mujer, duro con sus hijos, despectivo hacia su suegra, áspero con su portero y sus vecinos. Y toda la paz que sueña para el mundo se olvida de cultivarla en su casa.
Escribo esta pequeña parábola no para devaluar la acción pública contra la guerra (en un mundo tan loco como éste en que vivimos, todo servicio a la paz merece elogios), sino para recordar que, al fin, la gran paz del mundo sólo se construirá con la suma de muchos millones de pequeñas porciones de paz en la vida de cada uno.
Yo tengo la impresión de que muchos de nuestros contemporáneos viven angustiados ante la idea de que un día un militar o un político idiota apretarán un botoncito que hará saltar el mundo en pedazos, y no se dan cuenta de que hay en el mundo no uno, sino tres mil millones de idiotas que cada día apretamos el botoncito de nuestro egoísmo, mil veces más peligroso que todas las bombas atómicas. Y a mí me preocupa, claro, la gran guerra posible; pero más me preocupa que, mientras tememos esa gran guerra, no veamos siquiera esas mil pequeñas guerras de nervios y tensión en las que vivimos permanentemente sumergidos.
¡Qué pocas almas pacíficas y pacificadoras se encuentra uno en la vida cotidiana! Hablas con la gente, y a la segunda de cambio te sacan sus rencorcillos, sus miedos; te muestran su alma construida, si no de espadas, sí, al menos, de alfileres. ¡Qué gusto, en cambio, cuando te topas con ese tipo de personas que irradian serenidad; que conocen, sí, los males del mundo, pero no viven obsesionados por ellos; que respiran ganas de vivir y de construir!
Yo tengo la impresión de que muchos de nuestros contemporáneos viven angustiados ante la idea de que un día un militar o un político idiota apretarán un botoncito que hará saltar el mundo en pedazos, y no se dan cuenta de que hay en el mundo no uno, sino tres mil millones de idiotas que cada día apretamos el botoncito de nuestro egoísmo, mil veces más peligroso que todas las bombas atómicas. Y a mí me preocupa, claro, la gran guerra posible; pero más me preocupa que, mientras tememos esa gran guerra, no veamos siquiera esas mil pequeñas guerras de nervios y tensión en las que vivimos permanentemente sumergidos.
¡Qué pocas almas pacíficas y pacificadoras se encuentra uno en la vida cotidiana! Hablas con la gente, y a la segunda de cambio te sacan sus rencorcillos, sus miedos; te muestran su alma construida, si no de espadas, sí, al menos, de alfileres. ¡Qué gusto, en cambio, cuando te topas con ese tipo de personas que irradian serenidad; que conocen, sí, los males del mundo, pero no viven obsesionados por ellos; que respiran ganas de vivir y de construir!
Hace años se publicó una novela que se titulaba La paz empieza nunca. A mí me gustaría escribir algo que se llamase «la paz empieza dentro». Porque me parece que creer que una posible futura guerra depende, ante todo, de los nervios o de la dureza de los que gobiernan hoy, como se echa la culpa de las pasadas a Hitler o Stalin, es una simple coartada: la fabricación de chivos expiatorios para librarnos nosotros de nuestras responsabilidades. El mundo tiene líderes violentos cuando es el propio mundo violento. Si el mundo fuese pacífico, los líderes violentos estarían en sus casas mordiéndose las uñas. La guerra no está en los cañones, sino en las almas de los que sueñan en dispararlos. Y los disparan.
Me gusta, por eso, que el Diccionario cuando define la palabra «paz» ponga como primera acepción la interior y la defina como la «virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y a las pasiones».
Con esta definición ciertamente el mundo está ya en guerra. Porque ¿quién conoce hoy ese don milagroso de un alma tranquila sosegada? ¿Quién no vive turbado y con todas las pasiones despiertas? Nunca floreció tanto la angustia; nunca abundó tanto la polémica; nunca fueron tan anchos los reinos de la cólera y la ira. Basta abrir un periódico para comprobarlo.
Y, como es lógico, no estoy hablando de la falsa paz de los cementerios, de la que ya hablara hace un montón de siglos Horacio, el poeta latino. «Hacen un desierto y llámanlo paz.» Hablo, por el contrario, de la paz como florecimiento de la vida, según aquello de Gracián que recordaba que «hombre de gran paz, hombre de mucha vida». 0, si se prefiere, según la mejor definición que de la paz conozco, la que diera Santo Tomás al presentarla como «la tranquilidad activa del orden en libertad». Hoy, es sabido, oscilamos entre el orden sin libertad y la libertad sin orden, con lo que nos quedamos sin tranquilidad y sin acción.
Habría que empezar, me parece, por curar las almas. Por descubrir que nadie puede traernos la paz sino nosotros mismos. Y que cuando se dice que hay que preparar la guerra para conseguir la paz, eso sólo es verdadero si se refiere a la guerra interior contra nuestros propios desmelenamientos interiores.
Las únicas armas verdaderas contra la guerra son la sonrisa y el perdón, que juntos producen la ternura. De ahí que alguien que quiere a su mujer y a sus hijos sea mucho más antibelicista que quienes acuden a manifestaciones. De ahí que un buen compañero de oficina que siempre tiene a punto un buen chiste sea más útil para el mundo que quienes escriben pancartas. O que quien sabe escuchar a un viejo y acompañar a un solitario sea mil veces más pacificador que quien protesta contra la carrera de armamentos. Porque el armamento que más abunda en este siglo xx es el vinagre de las almas, que mata a diario sin declaraciones de guerras.
No puedo ahora recordar sin emoción a uno de los más grandes pacificadores de este siglo, el querido Papa Juan XXIII. Hizo mucho, ciertamente, con su Pacem in terris, pero esta encíclica ¿qué otra cosa fue sino el desarrollo ideológico de lo que antes nos había explicado con su sonrisa? Con mil hombres serenos, sonrientes, abiertos, confiados y humanamente cristianos como él, el mundo estaría salvado. Pero no se salvará con pancartas y manifestaciones.
Me gusta, por eso, que el Diccionario cuando define la palabra «paz» ponga como primera acepción la interior y la defina como la «virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y a las pasiones».
Con esta definición ciertamente el mundo está ya en guerra. Porque ¿quién conoce hoy ese don milagroso de un alma tranquila sosegada? ¿Quién no vive turbado y con todas las pasiones despiertas? Nunca floreció tanto la angustia; nunca abundó tanto la polémica; nunca fueron tan anchos los reinos de la cólera y la ira. Basta abrir un periódico para comprobarlo.
Y, como es lógico, no estoy hablando de la falsa paz de los cementerios, de la que ya hablara hace un montón de siglos Horacio, el poeta latino. «Hacen un desierto y llámanlo paz.» Hablo, por el contrario, de la paz como florecimiento de la vida, según aquello de Gracián que recordaba que «hombre de gran paz, hombre de mucha vida». 0, si se prefiere, según la mejor definición que de la paz conozco, la que diera Santo Tomás al presentarla como «la tranquilidad activa del orden en libertad». Hoy, es sabido, oscilamos entre el orden sin libertad y la libertad sin orden, con lo que nos quedamos sin tranquilidad y sin acción.
Habría que empezar, me parece, por curar las almas. Por descubrir que nadie puede traernos la paz sino nosotros mismos. Y que cuando se dice que hay que preparar la guerra para conseguir la paz, eso sólo es verdadero si se refiere a la guerra interior contra nuestros propios desmelenamientos interiores.
Las únicas armas verdaderas contra la guerra son la sonrisa y el perdón, que juntos producen la ternura. De ahí que alguien que quiere a su mujer y a sus hijos sea mucho más antibelicista que quienes acuden a manifestaciones. De ahí que un buen compañero de oficina que siempre tiene a punto un buen chiste sea más útil para el mundo que quienes escriben pancartas. O que quien sabe escuchar a un viejo y acompañar a un solitario sea mil veces más pacificador que quien protesta contra la carrera de armamentos. Porque el armamento que más abunda en este siglo xx es el vinagre de las almas, que mata a diario sin declaraciones de guerras.
No puedo ahora recordar sin emoción a uno de los más grandes pacificadores de este siglo, el querido Papa Juan XXIII. Hizo mucho, ciertamente, con su Pacem in terris, pero esta encíclica ¿qué otra cosa fue sino el desarrollo ideológico de lo que antes nos había explicado con su sonrisa? Con mil hombres serenos, sonrientes, abiertos, confiados y humanamente cristianos como él, el mundo estaría salvado. Pero no se salvará con pancartas y manifestaciones.
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