— ¿Es usted creyente?
A uno ya nadie le pregunta estas cosas. Claro que, siendo sacerdote y vistiendo como tal, la fe se te nota enseguida. Los curas, como los taxistas, necesitamos atrapar clientes al vuelo, y es útil que nos reconozcan desde lejos. No sé cómo no lo comprenden algunos colegas, ilustres y piadosos por otra parte. Si no fuese demasiado pintoresco, yo me colocaría en la cresta una lucecita verde.
El caso es que, como iba diciendo, ya nadie me interroga sobre mis convicciones religiosas. Es una pena, porque, si un día me preguntaran por la calle ¿es usted creyente?, con toda sinceridad y con ánimo de escandalizar sólo un poquito, respondería:
— Por supuesto que no.
Sería una forma, como otra cualquiera, de decir que uno es católico, ya que, en esta sociedad moderadamente pagana y laicista, los cristianos nos distinguimos de los que no lo son, no tanto por lo que creemos, como por aquellas cosas en las que no nos da la gana creer.
El paganismo sí que ha sido y es creyente; incluso crédulo, supersticioso, idólatra, devotamente asustadizo ante las fuerzas ocultas que imagina sepultadas en lo hondo de las alcantarillas. El paganismo prescinde del Dios que da racionalidad y sentido a cada una de las criaturas, olvidando que al principio no existía el caos, sino el Verbo, la inteligencia divina que todo lo abarca y penetra. Sin ella el universo se torna opaco, irracional, esclavo de extravagantes poderes que nadie controla. De ahí que el pagano recurra a dioses de bisutería, a conjuros, amuletos, horóscopos y demás ansiolíticos en oferta para aplacar sus inevitables ataques de pánico. Lo decía Joseph Ratzinger años antes de ser elegido Papa: el mundo sin su Creador se convierte en un lugar muy peligroso.
— Pero el laicismo es otra cosa… ¿O no?
— No, mi querido Kloster. El laicismo, al menos en teoría, expulsa de la sociedad a todos los dioses. Los tolera como se toleran las enfermedades infecciosas, pero toma medidas: procura ponerlos en cuarentena para evitar contagios. El laicismo da por supuesto que la fe se sitúa en el ámbito de lo irracional, de lo que nunca debe inficionar el mundo del pensamiento, de la cultura o de la ciencia.
Lo que ocurre es que, a la postre, también el laicismo necesita sus propias creencias. Y este laicismo, versión siglo XXI, ha creado un elenco interminable de dogmas políticamente correctos que se presentan a sí mismos como artículos de fe civil, se proclaman por todos los medios y cristalizan en frases-tópico que todo buen demócrata debe repetir de vez en cuando y aceptarlas religiosamente si no quiere ser anatemizado por los inquisidores y enviado a las tinieblas de la reacción y el fundamentalismo.
Por eso digo que no soy "creyente" ni estoy dispuesto a serlo. No puedo creer en las majaderías del paganismo, y me revientan aún más las pedanterías dogmáticas del relativismo militante. Quizá en un próximo artículo me anime a explicar con más detalle por qué la tengo tomada con la palabra "creyente". Baste decir este mes que sólo pretendo ser una persona juiciosa: creer con toda el alma en Dios y en muy pocas cosas más, porque eso es lo sensato; ser consciente de que la fe es un don recibido, desde luego, pero un don razonable al decir de San Pablo, que enriquece la inteligencia y ayuda a pensar por libre.
En todo caso no un sentimiento, ni una neurosis. Al laicismo le encanta hablar del respeto a los "sentimientos religiosos". Ya se ve que el laicismo es sensiblón y compasivo. Pero a las 6 de la mañana uno anda escaso de ese tipo de sentimientos y no por eso deja de ser cristiano.
Ahora llegaría el momento de decir en qué cosas no creo…; pero me falta el valor. Temo que mis lectores se rasguen las vestiduras, y no está el tiempo para andar muy ventilados.
A uno ya nadie le pregunta estas cosas. Claro que, siendo sacerdote y vistiendo como tal, la fe se te nota enseguida. Los curas, como los taxistas, necesitamos atrapar clientes al vuelo, y es útil que nos reconozcan desde lejos. No sé cómo no lo comprenden algunos colegas, ilustres y piadosos por otra parte. Si no fuese demasiado pintoresco, yo me colocaría en la cresta una lucecita verde.
El caso es que, como iba diciendo, ya nadie me interroga sobre mis convicciones religiosas. Es una pena, porque, si un día me preguntaran por la calle ¿es usted creyente?, con toda sinceridad y con ánimo de escandalizar sólo un poquito, respondería:
— Por supuesto que no.
Sería una forma, como otra cualquiera, de decir que uno es católico, ya que, en esta sociedad moderadamente pagana y laicista, los cristianos nos distinguimos de los que no lo son, no tanto por lo que creemos, como por aquellas cosas en las que no nos da la gana creer.
El paganismo sí que ha sido y es creyente; incluso crédulo, supersticioso, idólatra, devotamente asustadizo ante las fuerzas ocultas que imagina sepultadas en lo hondo de las alcantarillas. El paganismo prescinde del Dios que da racionalidad y sentido a cada una de las criaturas, olvidando que al principio no existía el caos, sino el Verbo, la inteligencia divina que todo lo abarca y penetra. Sin ella el universo se torna opaco, irracional, esclavo de extravagantes poderes que nadie controla. De ahí que el pagano recurra a dioses de bisutería, a conjuros, amuletos, horóscopos y demás ansiolíticos en oferta para aplacar sus inevitables ataques de pánico. Lo decía Joseph Ratzinger años antes de ser elegido Papa: el mundo sin su Creador se convierte en un lugar muy peligroso.
— Pero el laicismo es otra cosa… ¿O no?
— No, mi querido Kloster. El laicismo, al menos en teoría, expulsa de la sociedad a todos los dioses. Los tolera como se toleran las enfermedades infecciosas, pero toma medidas: procura ponerlos en cuarentena para evitar contagios. El laicismo da por supuesto que la fe se sitúa en el ámbito de lo irracional, de lo que nunca debe inficionar el mundo del pensamiento, de la cultura o de la ciencia.
Lo que ocurre es que, a la postre, también el laicismo necesita sus propias creencias. Y este laicismo, versión siglo XXI, ha creado un elenco interminable de dogmas políticamente correctos que se presentan a sí mismos como artículos de fe civil, se proclaman por todos los medios y cristalizan en frases-tópico que todo buen demócrata debe repetir de vez en cuando y aceptarlas religiosamente si no quiere ser anatemizado por los inquisidores y enviado a las tinieblas de la reacción y el fundamentalismo.
Por eso digo que no soy "creyente" ni estoy dispuesto a serlo. No puedo creer en las majaderías del paganismo, y me revientan aún más las pedanterías dogmáticas del relativismo militante. Quizá en un próximo artículo me anime a explicar con más detalle por qué la tengo tomada con la palabra "creyente". Baste decir este mes que sólo pretendo ser una persona juiciosa: creer con toda el alma en Dios y en muy pocas cosas más, porque eso es lo sensato; ser consciente de que la fe es un don recibido, desde luego, pero un don razonable al decir de San Pablo, que enriquece la inteligencia y ayuda a pensar por libre.
En todo caso no un sentimiento, ni una neurosis. Al laicismo le encanta hablar del respeto a los "sentimientos religiosos". Ya se ve que el laicismo es sensiblón y compasivo. Pero a las 6 de la mañana uno anda escaso de ese tipo de sentimientos y no por eso deja de ser cristiano.
Ahora llegaría el momento de decir en qué cosas no creo…; pero me falta el valor. Temo que mis lectores se rasguen las vestiduras, y no está el tiempo para andar muy ventilados.
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