Al parecer cada época tiene sus vicios favoritos así como sus virtudes emblemáticas. En los distintos tiempos y lugares hay cosas que se puede saber que están mal pero que son toleradas socialmente con tanta frecuencia que su malignidad prácticamente desaparece del lenguaje cotidiano. A lo sumo sirve de motivo para algún chiste, caricatura o anécdota. Por ejemplo: se sabe que el alcoholismo es una plaga pero no faltan los chistes de borrachos–todo un género literario–con lo cual la gravedad del exceso al beber queda sepultada entre sonrisas y carcajadas.
Es un buen ejercicio preguntarse qué vicios o pecados van adquiriendo carta de ciudadanía en cada época. A través de un proceso que empieza de modo muy gradual pero que luego invariablemente se acelera, ciertos comportamientos se van rodeando de una aureola de respetabilidad hasta el punto de ganar un “estatuto especial”: ya no se puede criticarlos sin más. A menudo, este proceso queda sancionado como admisible por razones de tipo político, a saber, porque gente en el gobierno, o gente con gran influencia económica practica con descaro tales costumbres.
Durante siglos, por dar un caso, la infidelidad matrimonial fue un hecho consentido en las cortes europeas así como en otros centros de poder. Catalina la Grande, de Rusia, tuvo en su larga vida una serie de “favoritos” que claramente cumplían el papel de amantes. Pero era imposible mencionar el asunto si no se usaba la palabra técnica: “Fulano de Tal es el favorito de la emperatriz…” Y era impensable que se considerara reprobable que su majestad tuviera sus “favoritos.”
En distintos tiempos las costumbres sexuales desviadas han ganado, así sea por breve tiempo, ese “estatuto especial.” Los médicos victorianos trataban las histerias de la época básicamente estimulando sexualmente a sus pacientes, que de ese modo descargaban las represiones de su estricta vida social. Imaginemos la escena: un elegante y muy respetable caballero inglés, ve que su esposa toma el carruaje para ir a su “tratamiento” médico. Unas dos horas después regresa, sexualmente saturada de sensaciones y físicamente extenuada, pero mucho más tranquila en su ánimo. Y la vida sigue y todos tan contentos.
El consumo de sustancias psicotrópicas ha tenido sus periodos de gran respetabilidad sobre todo en lo que tiene que ver con el largo reinado del opio. En China hubo una amplia cultura del opio, en su momento, de modo que un amigo podía llegar a casa de otro amigo sólo para ser detenido en la puerta por alguna empleada del servicio: “El señor Huang está en su sesión de opio y no podrá recibirlo por esta tarde…” El inoportuno visitante se disculpa mil veces y regresa a su propia casa, probablemente a drogarse él mismo. Y la vida sigue sin tropiezo ni fricción.
Indudablemente la poligamia entra en el análisis que venimos haciendo. Uno ve que es humillante para una mujer ver que su esposo está conquistando a otra mujer. El único significado que tiene esa conquista es que no está satisfecho con lo que tiene y llegar a esa conclusión no es agradable para ninguna mujer. Pero los hechos se imponen, el harén crece, y al final los polígamos se sientan a cenar y beber ante la mirada impotente o ya indiferente de sus muchas féminas. Si en ese ambiente alguien pretendiera hablar contra la poligamia seria visto como un extranjero anárquico o como un tonto potencialmente peligroso. Así que, por último, la gente no se hace problema yla vida sigue su curso con una nueva definición de lo que es “normal.”
Hay un patrón común que es bien claro en estos ejemplos, y muchos otros:
(1) Una imposición por vía de los hechos;
(2) Intervención de apoyo por parte de personas representativas o líderes ("celebridades,” se dice hoy);
(3) Postura sesgada a favor por parte de los medios de comunicación social;
(4) Razonamiento de justificación por parte de las autoridades jurídicas, religiosas o académicas, es decir, los líderes morales;
(5) Práctica masiva y consolidación de una nueva “normalidad;”
(6) Implantación de la costumbre establecida en la mente y corazón de los niños;
(7) Demonización de los opositores y subsiguiente persecución.
No es difícil darse cuenta que, en cuanto a varios y muy graves puntos de la vida moral, nuestra sociedad occidental va siguiendo escrupulosamente estos siete pasos. En la mayor parte de nuestros países los pasos del (1) al (3) ya se han cumplido. El punto (4) tiene un freno, o debería tenerlo, en la predicación y la enseñanza de la Iglesia. Lamentablemente vemos a teólogos y pastores nuestros divagando, dando tumbos, o francamente entregando las armas. Cuando hace poco leí en un conocido portal católico que un sacerdote–contra el que nada tengo como persona, debería sobrar que lo aclare–da consejos de extrema ambigüedad sobre qué deben hacer los padres cuando el hijo o hija llegan con su pareja homosexual a la casa, me dije: este portal ha entrado en fase (4). No sería el único caso. Tristemente ya tenemos cardenales en fase (4)...
Por supuesto, y como ya lo dijo Cristo, los hijos de las tinieblas son más astutos (Lucas 16, 8), de modo que no se quedan tranquilos en su fase (4) sino que ya han enviado sondas para ver cuánto cuela una “educación” sexual esencialmente perversora que sirva de punta de lanza a una fase (6) en toda regla. Para la muestra una noticia de hace casi cinco años en Canadá (enlace en inglés). Los intentos de fase (7) no faltan tampoco. Siempre se empieza por el blanco fácil, que es la Iglesia, a la que de inmediato se presenta como enemiga del progreso propio de las sociedades modernas, democráticas y pluralistas. Ejemplo de este planteamiento contra lo católico aquí.
Lo que a mí me sorprende de todo esto no es la serie de pasos o fases, que es cosa que ha sucedido en todos los tiempos, como ya se dijo; lo que me asombra es la ingenuidad, real o fingida, de los católicos que piensan que estos asuntos se van a resolver como por sí mismos; me asombra además y me duele ver tan pocos hermanos en el sacerdocio o en el quehacer teológico que se arriesguen a perder algo de su prestigio o de sus amistades por tomar una posición clara; y digo: clara, no agresora ni humillante para nadie.
La idea de que el pecado, cualquier pecado, pueda tener un estatuto especial que lo hace intocable es completamente ajena al Nuevo Testamento. A Pablo no le pareció intocable la comunidad de Corinto, donde alguno convivía maritalmente con su madrastra; a Juan el Bautista no le pareció intocable Herodes, que convivía maritalmente con su cuñada; a Juan Evangelista no le pareció intocable el sumo sacerdote Caifás, cuya corrupción deja muy clara. No: el pecado no tiene derechos y quien se acobarde frente a alguno de los siete pasos, que medite hacia dónde van sus propios pasos porque existe el camino empinado pero también el camino ancho, que lleva a la perdición.
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