Es algo normal en todo escritor: desear que otros lo lean.
Internet desvela esa faceta de quienes escriben, pues fácilmente se puede ver cómo se esfuerzan para que sus escritos se difundan.
Blogs, Facebook, Twitter y otros ámbitos cibernéticos se convierten en medios usados con frecuencia para lograr una mayor difusión. Además, con frecuencia los escritores se conectan entre sí: empiezan a seguir a otros, y son a su vez seguidos.
Puede entonces surgir la pregunta: ¿es correcto invertir tiempo y energía para buscar que los propios escritos se difundan?
No resulta fácil responder. Si miramos al pasado, el mundo de la imprenta generaba situaciones parecidas: los autores tenían que luchar con pasión para vencer las no pocas dificultades que ponían los editores. Sólo si se pasaba el “filtro” de la imprenta un escrito daba el paso decisivo para ser difundido, para llegar a los lectores.
En la era de Internet, publicar se ha convertido en algo tan fácil y rápido, que entonces parece no tener mucho sentido el esfuerzo por ganar lectores. Pero precisamente la facilidad con la que se realizan publicaciones digitales ha generado un aumento enorme de materiales, un “griterío” de artículos y textos sobre temas parecidos, que el ansia reaparece: ¿no ocurrirá que el trabajo pensado por uno queda sepultado y perdido en la avalancha electrónica de escritos que aparecen continuamente?
De ahí el esfuerzo por aumentar el número de “amigos”, por enviar mensajes de aviso sobre el trabajo recién publicado, por conseguir que la propia página quede enlazada en otros lugares, y un etcétera largo como larga es la ansiedad.
Pero, ¿es esa la cuestión? ¿No se trata más bien de preparar buen material y dejarlo abierto, sin presiones a los potenciales lectores, para que cada quien pueda encontrarlo y leerlo si lo desea? ¿No hay que superar el anhelo por aparecer en los primeros lugares en los buscadores, google y compañeros, para “existir” en el mundo de la información?
La verdad es hermosa en sí misma. Cristo no nació ni en el tiempo de la imprenta, ni en la época de la radio, ni entre las antenas televisivas, ni en el mundo de Internet, aunque sí predicó en un mundo que ya conocía la escritura en formas frágiles pero eficaces. A pesar de ello, su mensaje tiene una fuerza arrolladora, simplemente porque contiene verdades que Jesús enseñaba con su voz y con su vida.
Quizá, entonces, el punto no consiste en luchar día tras día para “difundirse”. Basta, simplemente, con lanzar la semilla. Si algo vale la pena, y si Dios así lo quiere, llegará a quien tenga que llegar.
Si, además, algún lector consigue acercarse a la verdad, ¿qué más puede desearse? A veces resulta suficiente con que se produzca un único “acceso”, que no tiene casi ningún peso en los medidores de “visitantes”, si ese acceso ha sido de calidad, y si el lector ha encontrado un escrito bañado de belleza y de empatía sincera.
Internet desvela esa faceta de quienes escriben, pues fácilmente se puede ver cómo se esfuerzan para que sus escritos se difundan.
Blogs, Facebook, Twitter y otros ámbitos cibernéticos se convierten en medios usados con frecuencia para lograr una mayor difusión. Además, con frecuencia los escritores se conectan entre sí: empiezan a seguir a otros, y son a su vez seguidos.
Puede entonces surgir la pregunta: ¿es correcto invertir tiempo y energía para buscar que los propios escritos se difundan?
No resulta fácil responder. Si miramos al pasado, el mundo de la imprenta generaba situaciones parecidas: los autores tenían que luchar con pasión para vencer las no pocas dificultades que ponían los editores. Sólo si se pasaba el “filtro” de la imprenta un escrito daba el paso decisivo para ser difundido, para llegar a los lectores.
En la era de Internet, publicar se ha convertido en algo tan fácil y rápido, que entonces parece no tener mucho sentido el esfuerzo por ganar lectores. Pero precisamente la facilidad con la que se realizan publicaciones digitales ha generado un aumento enorme de materiales, un “griterío” de artículos y textos sobre temas parecidos, que el ansia reaparece: ¿no ocurrirá que el trabajo pensado por uno queda sepultado y perdido en la avalancha electrónica de escritos que aparecen continuamente?
De ahí el esfuerzo por aumentar el número de “amigos”, por enviar mensajes de aviso sobre el trabajo recién publicado, por conseguir que la propia página quede enlazada en otros lugares, y un etcétera largo como larga es la ansiedad.
Pero, ¿es esa la cuestión? ¿No se trata más bien de preparar buen material y dejarlo abierto, sin presiones a los potenciales lectores, para que cada quien pueda encontrarlo y leerlo si lo desea? ¿No hay que superar el anhelo por aparecer en los primeros lugares en los buscadores, google y compañeros, para “existir” en el mundo de la información?
La verdad es hermosa en sí misma. Cristo no nació ni en el tiempo de la imprenta, ni en la época de la radio, ni entre las antenas televisivas, ni en el mundo de Internet, aunque sí predicó en un mundo que ya conocía la escritura en formas frágiles pero eficaces. A pesar de ello, su mensaje tiene una fuerza arrolladora, simplemente porque contiene verdades que Jesús enseñaba con su voz y con su vida.
Quizá, entonces, el punto no consiste en luchar día tras día para “difundirse”. Basta, simplemente, con lanzar la semilla. Si algo vale la pena, y si Dios así lo quiere, llegará a quien tenga que llegar.
Si, además, algún lector consigue acercarse a la verdad, ¿qué más puede desearse? A veces resulta suficiente con que se produzca un único “acceso”, que no tiene casi ningún peso en los medidores de “visitantes”, si ese acceso ha sido de calidad, y si el lector ha encontrado un escrito bañado de belleza y de empatía sincera.
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