jueves, 11 de enero de 2018

Evangelio meditado

Mirarse y mirar a los demás
Santo Evangelio según San Marcos 1, 40-45. Jueves I de Tiempo Ordinario.


Por: H. Iván Yoed González Aréchiga, L.C. | Fuente: missionkits.org 




En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, en medio de un sin fin de pensamientos, actividades y expectativas quiero hacer nuevamente una pausa y encontrarme más personalmente contigo. Te doy gracias por abrirme siempre las puertas de tu presencia.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.
Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor.


Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Me viene a la mente una escena que bien podría haber sucedido en la vida de Jesús. Alguna vez habría tenido la oportunidad de mirar su rostro reflejado, fue en un lago o algo semejante. Me brota entonces la pregunta, ¿qué pensaba Jesús mientras se miraba?, ¿se detenía a contemplarse a sí mismo?, ¿se sentía desordenadamente orgulloso de sí?, ¿se miraba con tristeza?
Cuando me miro en el espejo, ¿qué veo?, ¿qué pienso de mí?, ¿me menosprecio?, ¿me acostumbro a mí mismo?, ¿me sobrevaloro?, ¿quién soy yo, en realidad?
Éstas son preguntas que pueden parecer superficiales para algunos. Para otros, sin embargo, son existenciales, pues de ellas depende cada segundo de la propia vida. Si me desprecio, mi vida será despreciable. Si me enorgullezco desordenadamente, mi vida será una fantasía a expensas de otros. Pero si me miro dignamente, trataré y veré a los demás con la dignidad que se merecen., empezando por mí mismo.
Si reflexiono con detenimiento, sin embargo, podré percatarme que puedo encontrar razones tanto para mirarme bien como para mirarme mal. Entonces la tarea se vuelve una tortura. ¿Quién me podría ayudar a mirarme una vez más como realmente soy?
Hoy encontramos una respuesta en los ojos de Jesús. Ojos que tan solo vieron en un leproso a un hijo de Dios. Ojos que tan solo vieron en un leproso una persona a quien se puede siempre amar. Ojos que vieron en un leproso un ser humano que podría querer sanar. Ojos que miraron y que no fueron indiferentes.
Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio. […] Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley.
(Homilía de S.S. Francisco, 15 de febrero de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Quiero pedirte la gracia, Señor, de aprender a mirar con tus ojos a toda persona sin excepción. Puedo empezar por aquellos en quienes más me cuesta. Así se podrá transformar mi corazón poco a poco.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy pediré a Jesús que me conceda toda la humildad que me falta para mirarme tal cual soy.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

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