sábado, 19 de noviembre de 2011

Evangelio 19 de Noviembre de 2011


  • Primera Lectura: I Macabeos 6, 1-13
    "Por el daño que hice en Jerusalén muero ahora lleno de tristeza"
    Cuando recorría las regiones altas de Persia, el rey Antíoco se enteró de que había una ciudad llamada Elimaida, famosa por sus riquezas de oro y plata. En su riquísimo templo se guardaban los yelmos de oro, las corazas y las armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo y rey de Macedonia, que fue el primero que reinó sobre los griegos. 
    Antíoco se dirigió a Elimaida, con intención de apoderarse de la ciudad y de saquearla. Pero no lo consiguió, porque al conocer su propósitos, los habitantes le opusieron resistencia y tuvo que salir huyendo y marcharse de allí con gran tristeza, para volverse a Babilonia. 
    Todavía se hallaba en Persia, cuando llegó un mensajero que le anunció la derrota de las tropas enviadas a la tierra de Judá. Lisias, que había ido al frente de un poderoso ejército, había sido derrotado por los judíos. Éstos se habían fortalecido con las armas, las tropas y el botín capturado al enemigo. Además, habían destruido el altar pagano levantado por él sobre el altar de Jerusalén. Habían vuelto a construir una muralla alta en torno al santuario y a la ciudad de Bet-Sur. 
    Ante tales noticias, el rey se impresionó y se quedó consternado, a tal grado que cayó en cama enfermo de tristeza, por no haberle salido las cosas como él había querido. Permaneció ahí muchos días, cada vez más triste y pensando que se iba a morir. Entonces mandó llamar a todos sus amigos y les dijo: 
    «El sueño ha huido de mis ojos. Me siento abrumado de preocupación. Y me pregunto: 
    ¿Por qué estoy tan afligido ahora y tan agobiado por la tristeza, si me sentía tan feliz y amado cuando era poderoso? Pero ahora me doy cuenta del daño que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de oro y plata que en ella había, y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judea. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido estas desgracias y que muero en tierra extraña, lleno de tristeza ».
  • Salmo Responsorial: 9
    "Cantemos al Señor, nuestro salvador."

    Te doy gracias, Señor, de todo corazón y proclamaré todas tus maravillas; me alegro y me regocijo contigo y toco en tu honor, Altísimo.
    R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.

    Porque mis enemigos retrocedieron, cayeron y perecieron ante ti. Reprendiste a los pueblos, destruiste al malvado y borraste para siempre su recuerdo.
    R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.

    Los pueblos se han hundido en la tumba que hicieron, su pie quedó atrapado en la red que escondieron. Tú, Señor, jamás olvidas al pobre y la esperanza del humilde jamás perecerá.
    R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.
  • Evangelio: Lucas 20, 27-40
    "Dios no es Dios de muertos, sino de vivos"
    En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: 
    «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Pues bien, hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»
    Jesús les dijo: 
    «En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado. 
    Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven». 
    Entonces, unos escribas le dijeron: 
    «Maestro, has hablado bien». 
    Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle nada.

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