Por Mauro Gagliardi*
ROMA, jueves 27 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Hans Urs von Balthasar, en la “Introducción” al primer volumen de su monumental Herrlichkeit (Gloria), en la que desarrolló una teología sistemática centrada en la trascendencia de lo bello, escribe:
“La belleza es la última palabra que el intelecto pensante puede atreverse a pronunciar, porque ésta no hace otra cosa que coronar, como aureola de esplendor inaprensible, el doble astro de la verdad y del bien y su relación indisoluble. Esta es la belleza desinteresada sin la cual el viejo mundo era incapaz de comprenderse, pero la que se ha ido de puntillas del moderno mundo de los intereses, para abandonarlo a su codicia y a su tristeza. Esta es la belleza que ya no es amada ni custodiada ni siquiera por la religión, sino que, como máscara arrancada de su rostro, pone al descubierto rasgos que amenazan resultar incomprensibles a los hombres. Esta es la belleza en la que ya no nos atrevemos a creer y de la que hemos hecho una apariencia para podernos liberar de ella sin remordimientos. Esta es la belleza, en fin, que exige (como hoy está demostrado), por lo menos otro tanto valor y fuerza de decisión de la verdad y de la bondad, y que no se deja reducir al ostracismo y separar de estas dos hermanas suyas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza” (Gloria. Una estetica teologica, Jaca book, Milán 1994 [II rist.], pp. 10-11).
Son palabras de clara condena, por parte de un teólogo bien “moderno”, de ese espíritu funcionalista típico de la modernidad, que ya no es capaz de apreciar el valor de las cosas bellas que no tengan un reflejo inmediato en el campo de lo útil. ¿Cómo comprender hoy el valor de los detalles minuciosos que los pintores trazaron sobre las bóvedas de innumerables iglesias y que son inútiles, porque no son perceptibles para quien mira la bóveda desde la nave? ¿Cómo justificar la fatiga de los maestros del mosaico que pasaban días componiendo teselas en lugares no visibles de las catedrales medievales? Si la puntura o el mosaico no van a ser vistos, no serán disfrutados por ojo humano alguno, ¿de qué ha servido tanto trabajo? Lo bello en este caso ¿no implica una pérdida de tiempo y de energías? Y también: ¿para qué sirve la belleza de las vestimentas y de los vasos sagrados, si el pobre muere de hambre o no tiene con qué cubrir su desnudez? ¿Esa belleza no quita recursos al cuidado de los necesitados?
¡Y sin embargo, la belleza sirve! Y sirve precisamente cuando es gratuita, cuando no busca una utilidad inmediata, cuando es irradiación de Dios. Recuerda Benedicto XVI:
“La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. [...] La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. [...] La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (Sacramentum Caritatis, n. 35).
Quien no sabe apreciar el valor gratuito (es decir, de la gracia) de la belleza y, en particular, de la belleza litúrgica, difícilmente podrá realizar un acto adecuado de culto divino. Continua Von Balthasar: “Quien, al oír hablar de ella, se sonríe, juzgándola como un residuo exótico de un pasado burgués, de este se puede estar seguro de que – secreta o abiertamente – ya no es capaz de rezar, y pronto, tampoco lo será de amar” (Gloria, p. 11).
La belleza del rito, cuando es tal, corresponde a la acción santificadora propia de la sagrada liturgia, la cual es obra de Dios y del hombre, celebración que da gloria al Creador y Redentor y santifica a la criatura redimida. De modo conforme a la naturaleza compuesta del hombre, la belleza del rito debe ser siempre corpórea y espiritual, mostrar lo visible y lo invisible. De lo contrario se cae o en el esteticismo, que quiere satisfacer el gusto, o en el pragmatismo que supera las formas en la búsqueda utópica de un contacto “intuitivo” con lo divino. En el fondo, en ambos casos se pasa de la espiritualidad a la emotividad.
El riesgo hoy es menos el del esteticismo y mucho más el del pragmatismo informal. Tenemos necesidad en el presente no tanto de simplificar y de quitar lo superfluo, sino de redescubrir el decoro y la majestad del culto divino. La sagrada liturgia de la Iglesia atraerá al hombre de nuestro tiempo no vistiendo cada vez más los vestidos de la cotidianidad anónima y gris, a lo que ya está muy acostumbrado, sino llevando el manto real de la verdadera belleza, vestidura siempre nueva y joven, que la hace ser percibida como una ventana abierta al Cielo, como punto de contacto con el Dios Uno y Trino, a cuya adoración está ordenada, a través de la mediación de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Traducido del italiano por Inma Álvarez
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