jueves, 21 de abril de 2011

Evangelio 22 de Abril de 2011

  • Primera Lectura: Isaías 52, 13-15; 53, 1-12
    "El fue traspasado por nuestros crímenes"

    Mi siervo tendrá éxito, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchas naciones. Los reyes se quedarán sin palabras, al ver algo que nunca les habían contado y comprender algo que nunca habían oído. ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se manifestó el poder del Señor?
    Creció ante el Señor como un retoño, como raíz en tierra árida. No tenía gracia ni belleza para que nos fijáramos en él, tampoco aspecto atractivo para que lo admiráramos. Fue despreciado y rechazado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo
    despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, él llevaba nuestros sufrimientos, soportaba nuestros dolores. Nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, pero eran nuestras rebeldías las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus heridas nos sanó. Andábamos todos errantes como ovejas, cada uno por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. Cuando era maltratado, él se sometía, y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa ni juicio se lo llevaron, y ¿quién se preocupó de su suerte?
    Lo arrancaron de la tierra de los vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados, aunque él no cometió ningún crimen ni hubo engaño en su boca. Pero el Señor quiso quebrantarlo con sufrimientos. Y si él entrega su vida como expiación, verá su
    descendencia, tendrá larga vida y por medio de él, prosperarán los planes del Señor. Después de una vida de amarguras verá la luz, comprenderá su destino. Mi siervo, el justo, traerá a muchos la salvación cargando con las culpas de ellos.
    Por eso, le daré un puesto de honor entre los grandes y con los poderosos participará del triunfo, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores.

  • Salmo Responsorial: 30
    "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu."

    A ti, Señor, me acojo, que no quede yo nunca defraudado; líbrame por tu bondad. En tus manos encomiendo mi espíritu; tú, mi Dios leal, me librarás.
    R. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

    Soy la burla de mis agresores, motivo de risa para mis vecinos, el espanto de mis conocidos; los que me ven por la calle huyen de mí; olvidado de todos como un muerto, me he convertido en un objeto inútil.
    R. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
    Pero yo confío en ti, Señor; yo te digo: «Tú eres mi Dios». Mi destino está en tus manos, líbrame de los enemigos que me persiguen.
    R. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

    Que tu rostro resplandezca sobre tu siervo, sálvame por tu amor. Sean fuertes y anímense, todos los que esperan en el Señor.
    R. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

  • Segunda Lectura: Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9
    "Aprendió a obedecer y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen"

    Hermanos: Ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos.
    Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que ha sido probado en todo como nosotros excepto en el pecado.
    Acerquémonos, pues, con plena confianza al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y encontrar la gracia de un socorro oportuno.
    El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y precisamente porque era Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. Llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

  • Evangelio: Juan 18, 1-40; 19, 1-42
    "† Pasión de nuestro Señor Jesucristo"

    C. En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron el torrente Cedrón y entraron en un huerto que había cerca. Este lugar era conocido por Judas, el traidor, porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. Así que Judas, llevando consigo un destacamento de soldados romanos y los guardias puestos a su disposición por los sumos sacerdotes y los fariseos, se dirigió a aquel lugar. Iban armados y equipados con faroles y antorchas.
    Jesús, que sabía todo lo que iba a ocurrir, salió a su encuentro y les preguntó:
    †. «¿A quién buscan?»
    C. Ellos contestaron:
    S. «A Jesús de Nazaret».
    C. Les dijo Jesús:
    †. «Yo soy».
    C. Judas, el traidor, estaba allí con ellos. En cuanto les dijo:“Yo soy”, retrocedieron y cayeron a tierra. Jesús les preguntó de nuevo:
    †. «¿A quién buscan?»
    C. Volvieron a contestarle:
    S. «A Jesús de Nazaret».
    C. Jesús les dijo:
    †. «Ya les he dicho que soy yo. Por tanto, si me buscan a mí, dejen que éstos se vayan».
    C. Así se cumplió lo que él mismo había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me diste”.
    Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó e hirió con ella a un criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Pero Jesús dijo a Pedro:
    †. «Guarda tu espada. ¿Es que no debo beber este cáliz de amargura que el Padre me ha preparado?»
    C. Los soldados romanos, con su comandante al frente, y la guardia judía, arrestaron a Jesús y le ataron las manos. Acto seguido, lo condujeron a casa de Anás, el cual era suegro de Caifás, que era sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”.
    Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, entró al mismo tiempo que Jesús en el patio interior de la casa del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que quedarse fuera junto a la puerta, hasta que el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera y consiguió que lo dejara entrar. Pero la portera preguntó a Pedro:
    S.«¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?»
    C. Pedro le contestó:
    S. «No, no lo soy».
    C. Como hacía frío, los criados y la guardia habían preparado una fogata y estaban en torno a ella calentándose. Pedro estaba también con ellos calentándose.
    El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús declaró:
    †. «Yo he hablado siempre en público. He enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen todos los judíos. No he enseñado nada clandestinamente. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído, y ellos podrán informarte».
    C. Al oír esta respuesta, uno de los guardias, que estaba junto a él, le dio una bofetada, diciéndole:
    S. «¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?»
    C. Jesús le dijo:
    †. «Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»
    C. Entonces Anás lo envió, con las manos atadas, a Caifás, el sumo sacerdote.
    Mientras Simón Pedro estaba junto a la fogata, calentándose, uno le preguntó:
    S. «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?»
    C. Pedro lo negó diciendo:
    S. «No, no lo soy».
    C. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquél a quien Pedro había cortado la oreja, le insistió:
    S. «¿Cómo que no? Yo mismo te vi en el huerto con él».
    C. Pedro volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó el gallo.
    Después condujeron a Jesús desde la casa de Caifás hasta el palacio del gobernador. Era de madrugada. Los judíos no entraron en el palacio para no contraer impureza legal, y poder celebrar así la cena de pascua. Pilato, por su parte, salió adonde estaban ellos y les preguntó:
    S. «¿De qué acusan a este hombre?»
    C. Ellos le contestaron:
    S. «Si no fuera un criminal, no te lo habríamos entregado».
    C. Pilato les dijo:
    S. «Llévenselo y júzguenlo según su ley».
    C. Los judíos dijeron:
    S. «Nosotros no estamos autorizados para condenar a muerte a nadie».
    C. Así se cumplió la palabra de Jesús, que había anunciado de qué forma iba a morir. Pilato volvió a entrar en su palacio, llamó a Jesús y le interrogó:
    S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»
    C. Jesús le contestó:
    †. «¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?»
    C. Pilato respondió:
    S. «¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y lo sumos sacerdotes los que te han
    entregado a mí. ¿Qué has hecho?»
    C. Jesús le explicó:
    †. «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo fuera entregado a los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo».
    C. Pilato insistió:
    S. «Entonces, ¿eres rey?»
    C. Jesús le respondió:
    †. «Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso he nacido y para eso he venido al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz».
    C. Pilato le preguntó:
    S. «¿Y qué es la verdad?»
    C. Después de decir esto, Pilato salió de nuevo y dijo a los judíos:
    S. «Yo no encuentro delito alguno en este hombre. Pero como ustedes tienen derecho a que les ponga en libertad un prisionero durante la fiesta de la pascua, ¿quieren que deje en libertad al rey de los judíos?»
    C. Pero ellos seguían gritando:
    S. «¡No, a ése no! ¡Deja en libertad a Barrabás!» (El tal Barrabás era un bandido).
    C. Entonces Pilato ordenó que lo azotaran. Los soldados prepararon una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza. También le colocaron sobre los hombros un manto rojo. Y se acercaban a él, diciendo:
    S. «¡Salve, rey de los judíos!»
    C. Y le daban bofetadas. Pilato salió, una vez más, y les dijo:
    S. «Miren, lo traigo de nuevo para que quede bien claro que yo no encuentro delito alguno en este hombre».
    C. Salió, pues, Jesús afuera. Llevaba sobre su cabeza la corona de espinas y sobre sus hombros el manto rojo. Pilato lo presentó con estas palabras:
    S. «¡Este es el hombre!»
    C. Los sumos sacerdotes y los guardias, al verlo, comenzaron a gritar:
    S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!»
    C. Pilato les dijo:
    S. «Llévenselo ustedes y crucifíquenlo; porque yo no encuentro delito alguno en él».
    C. Los judíos insistieron:
    S. «Nosotros tenemos una ley y, según ella, debe morir, porque se ha presentado a sí mismo como Hijo de Dios».
    C. Al oír esto, Pilato sintió aún más miedo. Entró de nuevo en el palacio y preguntó a Jesús:
    S. «¿De dónde eres tú?»
    C. Pero Jesús no le contestó. Pilato le dijo:
    S. «¿Te niegas a contestarme? ¿Es que no sabes que yo tengo autoridad, tanto para dejarte en libertad como para ordenar que te crucifiquen?»
    C. Jesús le respondió:
    †. «No tendrías autoridad alguna sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto; por eso, el que me entregó a ti tiene más culpa que tú».
    C. Desde ese momento Pilato intentaba ponerlo en libertad. Pero los judíos le gritaban:
    S. «Si pones en libertad a ese hombre, no eres amigo del emperador romano. Porque cualquiera que tenga la pretensión de ser rey, es enemigo del emperador».
    C. Pilato, al oír esto, mandó que sacaran fuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el lugar conocido con el nombre de «Enlosado» (que en la lengua de los judíos, se llama “Gábbata”). Era la víspera de la fiesta de la pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a los judíos:
    S. «¡Aquí tienen a su rey!»
    C. Ellos comenzaron a gritar:
    S. «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!»
    C. Pilato insistió:
    S. «¿Cómo voy a crucificar a su rey?»
    C. Pero los sumos sacerdotes contestaron:
    S. «Nuestro único rey es el emperador romano».
    C. Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo crucificaran.
    Se hicieron, pues, cargo de Jesús quien, llevando a hombros su propia cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado “La Calavera” (que en la lengua de los judíos se dice “Gólgota”). Allí lo crucificaron junto con otros dos, uno a cada lado de Jesús.
    Pilato mandó escribir y poner sobre la cruz un letrero con esta inscripción: “Jesús de Nazaret, el rey de los judíos”. Leyeron el letrero muchos judíos, porque el lugar donde Jesús había sido crucificado estaba cerca de la ciudad, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Los sumos sacerdotes se presentaron a Pilato y le dijeron:
    S. «No escribas: “El rey de los judíos”, sino más bien: “Este hombre ha dicho: Yo soy el rey de los judíos”».
    C. Pilato les contestó:
    S. «Lo que he escrito, escrito queda».
    C. Los soldados, después de crucificar a Jesús, se apropiaron de sus vestidos e hicieron con ellos cuatro partes, una para cada uno. Dejaron aparte la túnica. Como era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de arriba abajo, los soldados llegaron a este acuerdo:
    S. «Es mejor que no la dividamos, vamos a sortearla para ver a quién le toca».
    C. Así se cumplió este texto de la Escritura:
    Dividieron entre ellos mis vestidos y mi túnica la echaron a suertes.
    Eso fue lo que hicieron los soldados.
    Junto a la cruz de Jesús
    estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto amaba, dijo a su madre:
    †. «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
    C. Después dijo al discípulo:
    †. «Ahí tienes a tu madre».
    C. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya. Después Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que también se cumpliera la Escritura, exclamó:
    †. «Tengo sed».
    C. Había allí una jarra con vinagre. Los soldados colocaron en la punta de una caña una esponja empapada en el vinagre y se la acercaron a la boca. Jesús probó al vinagre y dijo:
    †. «Todo está cumplido».
    C. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

    C. Como era el día de la preparación de la fiesta de pascua, los judíos no querían que los cuerpos quedaran en la cruz aquel sábado, ya que aquel día se celebraba una fiesta muy solemne. Por eso pidieron a Pilato que ordenara romper las piernas a los crucificados y que los bajaran de la cruz.
    Fueron, pues, los soldados y rompieron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando se acercaron a Jesús, se dieron cuenta de que ya había muerto; por eso no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y en seguida brotó del costado sangre y agua.
    El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero. El sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura, que dice: No le quebrarán ningún hueso. La Escritura dice también en otro pasaje: Mirarán al que traspasaron.
    Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque lo mantenía en secreto por miedo a los judíos, pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió.
    Entonces él fue y tomó el cuerpo de Jesús. Llegó también Nicodemo, el que en una ocasión había ido a hablar con Jesús durante la noche, con unos treinta kilos de una mezcla de mirra y perfume. Entre los dos se llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas de lino bien empapadas en la mezcla de mirra y perfume, según la costumbre judía de sepultar a los muertos.
    Cerca del lugar donde fue crucificado Jesús había un huerto y, en el huerto, un sepulcro nuevo en el que nadie había sido enterrado. Allí, pues, depositaron a Jesús, dado que el sepulcro estaba cerca y era la víspera de la fiesta de pascua.

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