A continuación ACI Prensa ofrece una traducción de la catequesis completa pronunciada en italiano por el Santo Padre ante miles de fieles en la Plaza de San Pedro:
"Queridos hermanos y hermanas:
En las dos semanas anteriores hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que –en formas diversas– está presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy en vez de ello, quisiera iniciar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos guiará a profundizar el diálogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de la salvación, hasta el culmen, hasta la palabra definitiva que es Jesucristo.
Este camino que nos llevará a enfocarnos en algunos importantes textos y figuras paradigmáticas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes, quien nos ofrezca el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra.
Y quisiera también invitaros a profundiza en el recorrido que haremos en las siguientes catequesis para aprender a conocer más la Biblia, que espero tengan en vuestras casas, y, durante la semana, se dediquen a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.
El primero texto sobre el que queremos reflexionar se encuentra en el capítulo 18 de Libro del Génesis; se narra que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra había llegado al extremo, tanto así que se hizo necesaria la intervención de Dios para cumplir un acto de justicia y para acabar con el mal destruyendo aquella ciudad.
Y aquí se inserta Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está por suceder y le permite conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer llegar la bendición divina a todo el mundo.
La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre, a través de él el Señor quiere volver a llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora, este amigo de Dios se abre a la realidad y a la necesidad del mundo, reza por aquellos que están por ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham entiende el problema en toda su gravedad y dice al Señor: ‘¿Realmente exterminarás al justo con el impío? Tal vez hayan cincuenta justos en la ciudad: en realidad los quieres eliminar? ¿Y no perdonarás en aquel lugar por los cincuenta justos que se encuentren? ¡Lejos de ti hacer morir al justo con el impío, de modo que así el justo sea tratado como el impío, lejos de ti! ¿Tal vez el juez de toda la tierra no practicará la justicia?’.
Con estas palabras, con gran coraje, Abraham pone ante Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su crimen e infligir una pena, pero –afirma el gran Patriarca– sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham justamente a Dios.
Sin embargo, si leemos atentamente el texto, nos daremos cuenta de que el pedido de Abraham es todavía más serio y profundo, porque no se limita a pedir la salvación por los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios, de hecho dice al Señor: ¿Y no perdonarás en aquel lugar por los cincuenta justos que se encuentren?
Haciendo esto, pone en juego una nueva idea de justicia: no es la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva.
Con su oración, entonces, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libere de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría sintetiza así: obviamente no se puede tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario en vez de eso tratar a los culpables como a los inocentes, utilizando una justicia ‘superior’, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, para que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan la culpa, dejándose salvar, no sigan haciendo más el mal, sino que se conviertan también en justos, sin ya tener necesidad de ser castigados.
Es esta la solicitud de justicia que Abraham expresa en su intercesión, un pedido que se basa en su certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, toca la puerta del corazón de Dios del que conoce la verdadera voluntad. Cierto que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, ¿pero la justicia de Dios y su perdón no son tal vez la manifestación de la fuerza del bien, incluso si parece más pequeño y más débil que el mal?
La destrucción de Sodoma debía acabar con el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otros modos y otros medios para poner límites a la difusión del mal. Es el perdón, que interrumpe la espiral del pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apella exactamente a eso. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si se encuentra a cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia las profundidades de la misericordia divina. Abraham –como recordamos– hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar 35, y luego llega hasta diez, para luego pasar con su súplica alentada de insistencia: ‘tal vez si no hubiera 40… 30… 20...10’.
Y cuánto más grande parece el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite a toda súplica: ‘perdonare… no destruiré… no lo haré’.
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada si en ella se encuentran solamente diez inocentes. Y esta es la fuerza de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los otros, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios nutre siempre hacia el hombre pecador.
El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía ciertamente esta función. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y viva, su deseo es siempre el de perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien.
Y así, es este deseo divino que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de la intercesión. Con su súplica, Abraham está prestado su propia voz, pero también el propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto al interior de la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con su voz en la oración, Abraham da voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino de salvar a Sodoma, de dar vida al pecador convertido.
Y esto es lo que el Señor quiere, su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar a los hombres justos al interior de la ciudad se hace siempre menos exigente y al final solo bastarían diez para salvar a toda la población. Por ese motivo Abraham se queda en diez, es algo que no dice el texto. Tal vez es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas son el quórum necesario para la oración pública hebrea).
Sin embargo, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela de bien de la cual partir para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraron en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradojalmente testimoniada como necesaria a partir de la oración de intercesión de Abraham. Porque por esa oración se ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban cerradas en un mal totalizante y paralizante, sin ni siquiera pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien.
Porque es justamente este el camino de la salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente librarse del castigo, sino ser liberado del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, aquel rechazo de Dios y del amor que ya porta en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: ‘tu misma maldad te castiga y tus rebeliones te castigan. Date cuenta y prueba cuán triste y amargo es abandonar al Señor, tu Dios’.
Y de esta tristeza y amargura es de las que el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Para ello sirve entonces una transformación del interior, un punto de apoyo de bien, un inicio del cual partir para convertir el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón.
Por eso los justos deben estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: ‘tal vez si encontráramos allí…’. ‘Allí’: es dentro de la realidad enferma que debe estar ese germen de bien que puede resanar y volver a dar la vida.
Es una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades se encuentre el germen del bien, que hagamos de todo para que no sean solo diez justos, para hacer realmente vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no se encontraba.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se extiende ulteriormente. SI para salvar Sodoma servían diez justos, el profeta Jeremías dirá, a nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén: ‘prosigan el camino de Jerusalén, observen bien e infórmense, busquen en sus plazas y si hay un hombre que practique el derecho, y busca la fidelidad, yo la perdonaré’.
El número ha descendido más, la bondad de Dios se muestra incluso más grande. Y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio del enemigo.
Será necesario que Dios mismo se convierta en aquel justo. Y este es el misterio de la Encarnación para garantizar a un justo. Él mismo se hace hombre. El justo será para nosotros siempre Él: es necesario entonces que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será plenamente manifestado cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que portará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por aquellos que ‘no saben lo que hacen’. Entonces la oración de cada hombre encontrará su respuesta, entonces toda nuestra intercesión será plenamente respondida.
Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir siempre más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias".
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